Cuando terminó Selectividad era una estudiante de diecisiete años que quería comerse el mundo con palabras y entender la sociedad a través de su representación visual. Estaba segura que si hacía lo que realmente amaba llegaría lejos porque haría de su pasión, su vida. Así que se casó con un hombre al que no conocía, se matriculó en Historia del Arte. Y como en toda historia de amor tuvo momentos de pasión en bibliotecas y archivos de imágenes, fue infiel matriculándose en materias de otras carreras, pasó por la etapa de la costumbre y se habituó a seguir estudiando sin sentir nada, se reenamoró una y otra vez, hasta que su situación cambió y dejó de ser estudiante. Empezó la etapa del maltrato, seguía amando la Historia del Arte pero ella ya no le amaba, le cerró las puertas a seguir desarrollándose como adulto independiente, con cientos de currículums no contestados, contratos mal pagados o sin contrato, entrevistas pospuestas, horarios infrahumanos y trabajos temporales de azafata.
Y sí, ahora tiene la mirada educada y ve su sociedad con otros ojos, pero están llenos de lágrimas. Porque el trabajo en cultura está reservado a unos pocos y el mundo del arte es de una élite inquisidora que sino te elige te envía a la hoguera.
Pero ahí estamos tantos historiadores del arte, que maltratados o quemados seguimos fieles a nuestro primer amor. Perdiendo fragilidad y fortaleciéndonos en nuestras convicciones tras cada paliza. Siendo perseverantes y tozudos. Porque somos custodios y amantes de la historia y el arte. Y cada patada que recibimos son hematomas sociales fruto de un sistema que maltrata su propia cultura.
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